2001: Odisea del espacio

V – LAS LUNAS DE SATURNO

31 – Supervivencia

El trabajo es el mejor remedio para cualquier trastorno psíquico, y Bowman tenía que cargar ahora con todo el de sus perdidos compañeros de tripulación. Tan rápidamente como fuese posible, comenzando con los sistemas vitales, sin los cuales él y la nave morirían, había de conseguir de nuevo el total funcionamiento de la Discovery.

La prioridad había de reservarse a la sustentación de la vida. Se había perdido mucho oxígeno, pero todavía eran abundantes las reservas para mantener a un solo hombre. La regulación de presión y temperatura era automática, y raramente había sido necesario que interviniese Hal en ello. Los monitores de Tierra podían ahora efectuar muchas de la principales tareas del ajusticiado computador, a pesar del largo tiempo transcurrido antes de que pudieran reaccionar a nuevas situaciones. Cualquier trastorno en el sistema de sustentación de la vida —aparte de una seria perforación en el casco— tardaría horas en hacerse ostensible; la advertencia sería palpable.

Los sistemas de navegación y propulsión de la nave no estaban afectados... pero, en cualquier caso, Bowman no necesitaría los dos últimos durante varios meses, hasta que llegara el momento de la reunión espacial o cita con Saturno. Hasta a larga distancia podía la Tierra supervisar esa operación sin ayuda de un computador a bordo. Los ajustes finales de la órbita serían un tanto tediosos, debido a la constante necesidad de comprobación, mas éste no era problema serio.

Con mucho, la tarea peor había sido el vaciado de los féretros giratorios en el centrífugo. "Estaba bien, pensó agradecidamente Bowman, que los miembros de la tripulación hubiesen sido colegas, mas no amigos íntimos. Se habían entrenado juntos sólo durante unas pocas semanas; considerándolo retrospectivamente, se daba ahora cuenta de que en principal medida había sido aquella una prueba de compatibilidad." Una vez hubo sellado finalmente el vacío hibernáculo, se sintió más bien como un ladrón de tumbas Egipcio, ahora Whitehead, Kaminski y Hunter alcanzarían Saturno antes que él... pero no antes que Frank Poole. Como fuera, le produjo una rara y malévola satisfacción, este pensamiento.

No intento ver si estaba aún a punto de funcionamiento el resto del sistema de hibernación. Aun cuando su vida pudiera depender en última instancia de él, era un problema que podía esperar hasta que la nave entrase en su órbita final, muchas cosas podían suceder antes.

Hasta era posible —aunque no había examinado minuciosamente el estado de las provisiones— que pudiese permanecer con vida mediante un riguroso racionamiento, sin tener que recurrir a la hibernación hasta que llegara el rescate. Pero saber sí podía sobrevivir psicológicamente tan bien como físicamente, era otra cuestión.

Intentó evitar pensar en problemas de tan largo alcance, para concentrarse en los inmediatos y esenciales. Lentamente, limpió la nave, comprobó que sus sistemas seguían funcionando uniformemente, discutió con la Tierra sobre dificultades técnicas, y operó con el mínimo de sueño. Sólo a intervalos, durante la primera semana, fue capaz de pensar un poco en el misterio hacia el cual se aproximaba inexorablemente... aun cuando el mismo no estaba nunca muy alejado de su mente.

Al fin, una vez devuelta de nuevo la nave a una rutina automática —aunque la misma exigiera su constante supervisión—, Bowman tuvo tiempo para estudiar los informes e instrucciones enviados de Tierra. Una y otra vez pasó el registro hecho cuando T.M.A.—1 saludó al alba por vez primera en tres millones de años. Contempló moviéndose a su alrededor a las figuras con traje espacial, y casi sonrió ante su ridículo pánico cuando el ingenio lanzó el estallido de su señal a las estrellas, paralizando sus radios con el puro poder de su voz electrónica.

Desde aquel momento, la negra losa no había hecho nada más. Había sido cubierta y expuesta cuidadosamente al sol... sin ninguna reacción. No se había hecho intento alguno por hendirla, en parte por precaución científica, pero igualmente por temor a las posibles consecuencias.

El campo magnético que había conducido a su descubrimiento se había desvanecido después de producirse aquella explosión electrónica. Quizá, teorizaban algunos expertos, ésta había sido originada por una tremenda corriente circulante, fluyendo en un superconductor y portando así energía a través de las edades mientras fue necesario.

Parecía cierto que el monolito tenía alguna fuente interna de poder; la energía solar que había absorbido durante su breve exposición no podía explicar la fuerza de su señal.

Un rasgo curioso, y quizá sin importancia, del bloque, había conducido a un interminable debate. El monolito tenía tres metros de altura y por cinco palmos de corte transversal. Cuando fueron comprobadas minuciosamente sus dimensiones, hallóse la proporción de 9 a 4 a 1... los cuadrados de los primeros tres números enteros. Nadie podía sugerir una explicación plausible para ello, mas difícilmente podía ser una coincidencia, pues las proporciones se ajustaban hasta los límites de precisión mensurable. Era un pensamiento que semejaba un castigo, el de que la tecnología entera de la Tierra no pudiese modelar un bloque, de cualquier material, con tal fantástico grado de precisión. A su modo, aquel pasivo aunque casi arrogante despliegue de geométrica perfección era tan impresionante como cualesquiera otros atributos de T.M.A.—1.

Bowman escuchó también, con interés curiosamente ausente, la trasnochada apología del Control de la Misión sobre su programación. Las voces de la Tierra parecían tener un acento de justificación; podía imaginar las recriminaciones que ya debían estar en curso progresivo entre quienes habían planeado la expedición.

Tenían, desde luego, algunos buenos argumentos... incluyendo los resultados de un estudio secreto del Departamento de Defensa, Proyecto BARSOOM, que había sido llevado a cabo por la escuela de psicología de Harvard en 1989. En este experimento de sociología controlada, habíase asegurado a varias poblaciones de ensayo que el género humano había establecido contacto con los extraterrestres. Muchos de los sujetos probados estaban —con ayuda de drogas, hipnosis y efectos visuales— bajo la impresión de que habían encontrado realmente a seres de otros planetas, de manera que sus reacciones fueron consideradas como auténticas.

Algunas de esas reacciones habían sido muy violentas: existía, al parecer, una profunda veta de xenofobia en muchos seres humanos por lo demás normales. Vista la crónica mundial de linchamientos, pogroms y hechos similares, ello no debería haber sorprendido a nadie; sin embargo los organizadores del estudio quedaron profundamente perturbados, no publicándose jamás los resultados del mismo. Los cinco pánicos separados causados en el siglo XX como "La guerra de los mundos" de H.G.Wells, reforzaban también las conclusiones del estudio...

A pesar de esos argumentos, Bowman se preguntaba si el peligro del choque cultural era la única explicación del extremo secreto de la misión. Algunas insinuaciones hechas durante su instrucción, sugerían que el bloque USA— URSS esperaba sacar tajada de ser el primero en entrar en contacto con extraterrestres inteligentes. Desde su presente punto de vista, pensando en la Tierra como en una opaca estrella casi perdida en el Sol, tales consideraciones parecían ahora ridículas.

Antes bien, estaba más interesado —aun cuando ahora fuese ya agua pasada— en la teoría expuesta para justificar la conducta de Hal. Nadie estaría nunca seguro de la verdad, pero el hecho de que un 9.000 del Control de la Misión hubiese sido inducido a una idéntica psicosis, y estuviera ahora sometido a una profunda terapia, sugería que la explicación era la correcta. No podía cometerse de nuevo el mismo error; pero el hecho de que los constructores de Hal hubiesen fallado por completo en comprender la psicología de su propia creación, demostraba cuán diferente podía resultar establecer comunicación con seres verdaderamente ajenos al hombre.

Bowman podía creer fácilmente en la teoría del doctor Simonson de que inconscientes sentimientos de culpabilidad, motivados por sus conflictos de programa, habían sido la causa de que Hal intentara romper su circuito con Tierra. Y le gustaba pensar —aun cuando ello no podría demostrarse nunca— que Hal no tuvo intención alguna de matar a Poole. Había simplemente intentado destruir la evidencia. Pues en cuanto se mostrase el estado de funcionamiento de la unidad A.E.—35, que había dado por fundida, sería descubierta su mentira. Tras esto, y como cualquier torpe criminal atrapado en la cada vez más espesa telaraña del embrollo, había sido presa del pánico.

Y el pánico era algo que Bowman comprendía, mejor de lo que deseara pues lo había experimentado dos veces en su vida. La primera, de chico, al resultar casi ahogado por la resaca; la segunda, como astronauta en entrenamiento, cuando un dispositivo defectuoso le había convencido de que se le agotaría el oxígeno antes de ponerse a salvo.

En ambas ocasiones, había casi perdido el control de sus superiores procesos lógicos; en segundos se había convertido en un frenético manojo de desbocados impulsos. Ambas veces había vencido, pero sabía muy bien que cualquier hombre podía a veces ser deshumanizado por el pánico.

Y si ello podía suceder a un hombre, también pudo ocurrirle a Hal; y con este conocimiento comenzó a esfumarse el encono y el sentimiento de traición que experimentaba hacia el computador. Ahora, en cualquier caso, ello pertenecía a un pasado que estaba eclipsado por completo por la amenaza y la promesa del desconocido futuro.

32 – Concerniente a los E.T.

Aparte de presurosas comidas en el tiovivo —por fortuna no habían resultado averiados los dispensadores— Bowman vivía prácticamente en el puente de mando. Se retrepaba en su asiento, pudiendo así localizar cualquier trastorno tan pronto como aparecieran sus primeros signos en la pantalla exhibidora. Siguiendo instrucciones del Control de la Misión, había ajustado varios sistemas de emergencia que estaban funcionado muy bien.

Hasta parecía posible que él sobreviviese hasta que la Discovery alcanzara Saturno, lo cual, desde luego, ella haría, estuviese o no él vivo.

Aunque tenía bastante tiempo para interesarse por las cosas, y el firmamento del espacio no fuese una novedad para él, el conocimiento de lo que había al exterior de las portillas de observación le dificultaba concentrarse siquiera en el problema de la supervivencia. Tal como estaba orientada la nave, la muerte se agazapaba en la Vía Láctea, con sus nubes de estrellas tan atestadas que embotaban la mente. Allá estaban las ígneas brumas de Sagitario, aquellos hirvientes enjambres de soles que ocultaban para siempre el corazón de la Galaxia a la visión humana. Y la negra y ominosa mancha de la Vía Láctea, aquel boquete en el espacio donde no lucían las estrellas. Y Alfa del Centauro, el más próximo de todos los soles... la primera parada allende el Sistema Solar.

Aun cuando superada en brillo por Sirio y Canopus, era Alfa del Centauro la que atraía la mirada y la mente de Bowman, mirase donde mirase en el espacio. Pues aquel firme punto brillante, cuyos rayos habían tardado cuatro años en alcanzarle, había llegado a simbolizar los secretos debates que hacían furor en la Tierra y cuyos ecos le llegaban de cuando en cuando.

Nadie dudaba que debía existir alguna conexión entre T.M.A.—1 y el sistema Saturniano, pero a duras penas admitiría cualquier científico que los seres que habían erigido el monolito fuesen posiblemente originarios de allí. Como albergue de vida, Saturno era todavía más hostil que Júpiter, y sus varias lunas estaban heladas en un eterno invierno de trescientos grados bajo cero. Sólo una de ellas —Titán— poseía una atmósfera, pero ésta era una tenue envoltura de ponzoñoso metano.

Así, quizá los seres que visitaron el satélite natural de la Tierra hacía tanto tiempo no eran simplemente extraterrestres, sino extrasolares... visitantes de las estrellas, que habían establecido sus bases dondequiera les convenía. Y esto planteaba simultáneamente otro problema: ¿podría cualquier tecnología, por muy avanzada que estuviese, tender un puente sobre el espantoso abismo que se extendía entre el Sistema Solar y el más próximo de los soles? Muchos eran los científicos que negaban lisa y llanamente tal posibilidad. Argüían que la Discovery, la nave más rápida jamás diseñada tardaría veinte mil años en llegar a Alfa del Centauro... y millones de años para recorrer cualquier distancia apreciable en la Galaxia. Pero si, durante los siglos venideros, mejoraban más allá de toda medida los sistemas de propulsión, toparían con la infranqueable barrera de la velocidad de la luz, la cual no puede sobrepasar objeto material alguno. En consecuencia los constructores de T.M.A.—1 debieron haber compartido el mismo Sol que el hombre; y puesto que no habían hecho ninguna aparición en tiempos históricos, probablemente se habían extinguido.

Una minoría rehusaba este argumento. Aunque llevase siglos viajar de estrella en estrella, esto no podía suponer obstáculo alguno a exploradores suficientemente determinados. La técnica de la hibernación, empleada en la propia Discovery, era una respuesta posible. Otra era el mundo artificial, lanzándose a viajes que podrían durar generaciones.

En cualquier caso, ¿por qué se debía suponer que todas las especies inteligentes eran de vida tan corta como el hombre? Podía haber criaturas en el Universo para las cuales un viaje de mil años sólo representase un pequeño inconveniente.

Estos argumentos, a pesar de ser teóricos, concernían a una cuestión de la mayor importancia práctica; implicaban el concepto del "tiempo de reacción". Si T.M.A.—1, en efecto, había enviado una señal a las estrellas —quizá con ayuda de algún otro ingenio situado en las proximidades de Saturno— esta no alcanzaría su destino durante años. Por lo tanto, aun cuando fuese inmediata la respuesta, la Humanidad tendría un lapso de respiro que ciertamente podría ser medido en décadas... más probablemente en siglos.

Para muchos, éste era un pensamiento tranquilizador.

Mas no para todos. Un puñado de científicos —pescadores de playa en las más salvajes orillas de la física teórica— formulaban la inquietante pregunta: "¿Estamos seguros que la velocidad de la luz es una barrera infranqueable?" Verdad era que la teoría de la Relatividad General había demostrado ser extraordinariamente duradera, y estaría aproximándose pronto a su primer centenario; mas había comenzado a mostrar unas cuantas grietas, y aun en el caso de que Einstein fuese inatacable, podía soslayársele.

Quienes sustentaban este punto de vista hablaban esperanzadoramente de atajos de dimensiones superiores, de líneas que eran más rectas que la recta, y de conectividad hiperespacial. Gustaban de emplear una expresiva frase, acuñada por un matemático de Princeton en el pasado siglo: "Picaduras de gusano en el espacio." A los críticos que sugerían que estas ideas eran demasiado fantásticas para ser tomadas seriamente, se les recordaba el dicho de Niels Bohr: "Su teoría es insensata... mas no lo bastante para ser verdadera." Si había polémica entre los físicos, no era nada comparada con la surgida entre los biólogos, cuando discutían el viejo problema: "¿Qué aspecto tendrían los extraterrestres inteligentes?" Se dividían en dos campos opuestos... argumentando unos que dichos seres debían ser humanoides, y convencidos igualmente los otros que "ellos" no se parecerían en nada a los seres humanos.

En abono a la primera respuesta estaban los que creían que el diseño de dos piernas, dos brazos, y principales órganos sensoriales de superior calidad, era tan básico y tan sencillo que resultaba difícil encontrar uno mejor. Desde luego, habría pequeñas diferencias como la de seis dedos en lugar de cinco, piel o cabello de raro color, y peculiares rasgos faciales; pero la mayoría de los extraterrestres inteligentes —en abreviatura generalmente empleada, los E.T.— serían tan similares al hombre, que podría confundírseles con él, con poca luz o a distancia.

Este pensar antropomórfico era ridiculizado por otro grupo de biólogos, auténticos productos de la era espacial que se sentían libres de los prejuicios del pasado. Señalaban que el cuerpo humano era el resultado de millones de selecciones evolutivas, efectuadas por azar en el curso de períodos geológicos dilatadísimos. En cualquiera de estos incontables momentos de decisión, el dado genético podía haber caído de diferente manera, quizá con mejores resultados. Pues el cuerpo humano era una singular pieza de improvisación, lleno de órganos que se habían desviado de una función a otra, no siempre con mucho éxito... y que incluso contenía accesorios descartados, como el apéndice, que resultaban ya del todo inútiles.

Había otros pensadores —Bowman lo hallaba así también— que sustentaban puntos de vista aun más avanzados, no creían que seres realmente evolucionados poseyeran en absoluto un cuerpo orgánico. Más pronto o más tarde, al progresar su conocimiento científico, se desembarazarían de la morada, propensa a las dolencias y a los accidentes, que la naturaleza les había dado, y que los condenaban a una muerte inevitable.

Reemplazarían su cuerpo natural a medida que se desgastasen —o quizás antes— con construcciones de metal o de plástico, logrando así la inmortalidad. El cerebro podría demorarse algo como último resto del cuerpo orgánico, dirigiendo sus miembros mecánicos y observando el Universo a través de sus sentidos electrónicos... sentidos mucho más finos y sutiles que aquellos que la ciega evolución pudiera desarrollar jamás.

Hasta en la Tierra se habían dado ya los primeros pasos en esa dirección. Había millones de hombres, que en otra época hubiesen sido condenados, que ahora vivían activos y felices gracias a miembros artificiales, riñones, pulmones y corazones. A este proceso sólo cabía una conclusión... por muy lejana que pudiera estar.

Y eventualmente, hasta el cerebro podría incluirse en él. No resultaba esencial como sede de la conciencia, como lo había probado el desarrollo de la inteligencia electrónica.

El conflicto entre mente y máquina podía ser resuelto al fin en la tregua eterna de una perfecta simbiosis.

Mas, ¿era aun esto el fin? Unos cuantos biólogos inclinados a la mística, iban todavía más lejos. Atando cabos con las creencias de las diversas religiones, especulaban que la mente terminaría por liberarse de la materia. El cuerpo— robot, como el de carne y hueso, sería solamente un peldaño hacia algo que, hacía tiempo, habían llamado los hombres "espíritu".

Y si más allá de esto había algo, su nombre sólo podía ser Dios.

33 – Embajador

Durante los últimos tres meses, David Bowman se había adaptado tan completamente a su solitario sistema de vida, que le resultaba difícil recordar cualquier otra existencia.

Había sobrepasado la desesperación y la esperanza, y se había instalado en una rutina completamente automática, punteada de crisis ocasionales cuando uno u otro sistema de la Discovery mostraba señales de funcionar mal.

Pero no había sobrepasado la curiosidad, y a veces el pensamiento de la meta hacia la cual se dirigía le colmaba de una sensación de exaltación... y de un sentimiento de poder.

No sólo era el representante de la especie humana entera, sino que su acción, durante las próximas semanas, podía determinar el futuro real de aquella. En toda la historia no se había producido jamás una situación semejante. El era el embajador extraordinario —y plenipotenciario— de toda la Humanidad.

Ese conocimiento le ayudaba de muchas sutiles maneras. Le mantenía limpio y ordenado; por muy cansado que estuviera nunca dejaba de afeitarse. Sabía que el Control de la Misión le estaba vigilando estrechamente para ver si mostraba los primeros síntomas de cualquier conducta anormal; él estaba decidido a que esa vigilancia fuera en vano... cuando menos en cuanto a cualquier síntoma serio.

Se daba cuenta de algunos cambios en sus normas de conducta; hubiese sido absurdo esperar otra cosa, dadas las circunstancias. No podía soportar ya el silencio; excepto cuando estaba durmiendo o hablando por el circuito Tierra, mantenía el sistema de sonido de la nave funcionando con tal sonoridad, que resultaba casi molesto.

Al principio, como necesitaba la compañía de la voz humana, había escuchado obras teatrales clásicas —especialmente de Shaw, Ibsen y Shakespeare— o lecturas poéticas, de la enorme biblioteca de grabaciones de la Discovery. Pero los problemas que trataban le parecían tan remotos, o de tan fácil solución con un poco de sentido común, que acabó por perder la paciencia con ellos.

Así pasó a la ópera... generalmente en italiano o alemán, para no ser distraído siquiera por el mínimo contenido intelectual que la mayoría de las óperas presentaban. Esta fase duró dos semanas, antes que se diese cuenta que el sonido de todas aquellas voces soberbiamente educadas eran sólo exacerbantes en su soledad. Pero lo que finalmente remató este círculo fue la Misa de Réquiem de Verdi, que nunca había oído interpretar en la Tierra. El "Deus Irae", retumbando con ominosa propiedad a través de la vacía nave, le dejó destrozado por completo; y cuando las trompetas del juicio final resonaron en los cielos, no pudo soportarlo más.

En adelante, sólo escuchó música instrumental. Comenzó con los compositores románticos, pero los descartó uno por uno al hacerse demasiado opresivas sus efusiones sentimentales. Sibeluis, Tchaikovsky y Berlioz duraron una semana, Beethoven bastante más. Finalmente halló la paz y el sosiego, como a muchos les había sucedido, en la abstracta arquitectura de Bach, ocasionalmente mezclada con Mozart.

Y así la Discovery siguió su curso, resonando a menudo con la fría música del clavicordio, y con los helados pensamientos de un cerebro que había sido polvo hacía cientos de años.

Incluso desde sus actuales dieciséis millones de kilómetros, Saturno aparecía ya más grande que la Luna vista desde la Tierra. Era un magnífico espectáculo para el ojo desnudo; a través del telescopio, su visión resultaba increíble.

El cuerpo del planeta podía haber sido confundido con el de Júpiter en uno de sus más sosegados trances. Había allí las mismas bandas nubosas —si bien más pálidas y menos distintas que las del mundo ligeramente más grande— y las mismas perturbaciones, del tamaño de continentes, moviéndose lentamente a través de la atmósfera. Sin embargo, había una acusada diferencia entre los dos planetas; hasta con una simple ojeada, resultaba obvio que Saturno no era esférico. Estaba tan achatado en los polos, que a veces daba la impresión de una leve deformidad.

Pero la magnificencia de los anillos apartaba continuamente la mirada de Bowman del planeta; en su complejidad de detalle y delicadeza de sombreado, eran un universo en sí mismo. Añadiéndose al boquete principal entre los anillos interiores y exteriores, había por lo menos otras cincuenta subdivisiones o linderos, donde se percibían distintos cambios en la brillantez del gigantesco halo del planeta. Era como si Saturno estuviese rodeado por docenas de anillos concéntricos, todos tocándose mutuamente, y todos tan lisos, que podrían haber sido cortados en el papel más fino posible. El sistema de los anillos parecía una delicada obra de arte, un frágil juguete destinado a ser admirado pero nunca tocado.

Ni haciendo un gran esfuerzo de voluntad podía Bowman apreciar realmente su verdadera escala, y convencerse que todo el planeta Tierra, de ser colocado allí, parecería la bola de un cojinete rodando en torno al borde de una bandeja para la comida.

A veces surgía una estrella tras los anillos, perdiendo sólo un poco de su brillo al hacerlo. Continuaba brillando a través de su translúcida materia... si bien a menudo titilaba levemente cuando la eclipsaban algunos fragmentos mayores de restos en órbita.

En cuanto a los anillos, como era sabido desde el siglo XIX, no eran sólidos. Consistían en innumerables miríadas de fragmentos..., restos quizá de un satélite que se había aproximado demasiado, siendo hecho añicos por la atracción del gran planeta. Sea cual fuere su origen, la especie humana podía considerarse afortunada por haber visto tal maravilla; podía existir sólo durante un breve lapso de tiempo en la historia del Sistema Solar.

Ya en 1945, un astrónomo Británico había señalado que los anillos eran efímeros, pues las fuerzas gravitatorias en acción los destruirían. Retrotrayendo ese argumento en el tiempo, se seguía por ende que dichos anillos habían sido creados recientemente... hacía unos simples dos o tres millones de años.

Mas nadie había tenido nunca ni el más leve pensamiento en la singular coincidencia de que los anillos de Saturno nacieron al mismo tiempo que la especie humana.

34 – El hilo orbital

La Discovery estaba ahora profundamente sumida en el vasto sistema de lunas, y el mismo gran planeta se hallaba a menos de un día de viaje. Hacía tiempo que la nave había pasado el límite marcado por la externa, Febe, retrogradando en una extravagante órbita excéntrica. Ante ella se encontraban ahora Japeto, Hiperión, Titán, Rea, Dione, Tetis, Encélado, Mimas... y los propios anillos. Todos los satélites mostraban confusos detalles de su superficie en el telescopio, y Bowman había retransmitido a la Tierra tantas fotografías como pudo tomar. Sólo Titán —de casi cinco mil kilómetros de diámetro y tan grande como el planeta Mercurio— ocuparía durante meses a un equipo de inspección; sólo podría darle, como a todos sus fríos compañeros, la más breve de las ojeadas. No había necesidad de más; estaba ya completamente seguro de que Japeto era realmente su meta.

Todos los demás satélites estaban marcados con los hoyos de ocasionales cráteres meteóricos —aunque mucho menos que Marte— y mostraban aparentemente casuales formas de luz y sombra, con brillantes puntos aquí y allá, que eran probablemente zonas de gas helado. Sólo Japeto poseía una distintiva geografía, y por cierto muy rara. Un hemisferio del satélite —que, como sus compañeros, presentaba siempre la misma cara hacia Saturno— era extremadamente oscuro y mostraba muy poco detalle de su superficie.

En completo contraste, el otro estaba dominado por un brillante óvalo blanco, de unos seiscientos cincuenta kilómetros de longitud y algo más de trescientos de anchura. En aquel momento sólo estaba a la luz del día parte de aquella sorprendente formación, pero la razón de la extraordinaria variación en el albedo de Japeto resultaba ya obvia. En el lado de poniente de la órbita del satélite, la brillante elipse daba la cara al Sol... y a la Tierra. En la fase de levante, la franja se desviaba, y sólo podía ser observado el hemisferio pobremente reflejado.

La gran elipse era perfectamente simétrica, extendiéndose sobre el ecuador de Japeto con su eje mayor apuntando hacia los polos, y era tan aguda que parecía como si alguien hubiese pintado esmeradamente un inmenso óvalo blanco en la cara de la pequeña luna.

Era completamente liso el tal óvalo, y Bowman se preguntó si podía ser un lago de líquido helado... aun cuando ello apenas contaría para su sobrecogedora apariencia artificial.

Pero tuvo poco tiempo para estudiar a Japeto en su camino hacia el corazón del sistema, pues se estaba aproximando rápidamente al apogeo del viaje... la última maniobra de desviación de la Discovery. En el transvuelo de Júpiter, la nave había utilizado el campo gravitatorio del planeta para aumentar su velocidad. Ahora debía hacer la operación inversa; tenía que perder tanta velocidad como fuera posible, si no quería escapar al Sistema Solar y volar hacia las estrellas. Su rumbo presente estaba destinado a ser atrapada, de manera que se convirtiese en otra luna de Saturno, moviéndose a través de una exigua elipse de poco más de tres millones de kilómetros de longitud. En su punto más próximo rozaría casi el planeta; en el más lejano, tocaría la órbita de Japeto.

Los computadores de Tierra, aunque su información tenía siempre una demora de tres horas, habían asegurado a Bowman que todo estaba en orden. La velocidad y la altitud eran correctas; no había nada más que hacer hasta el momento de la mayor aproximación.

El inmenso sistema de anillos se hallaba ahora tendido en el firmamento, y la nave había rebasado ya su borde extremo. Al mirarlos desde una altura de unos quince mil kilómetros, Bowman pudo ver por intermedio del telescopio que los anillos estaban formados en gran parte por hielo, que destellaba y relucía a la luz del Sol. Parecía estar volando sobre un glaciar que ocasionalmente se aclaraba para revelar, donde debiera haber estado la nieve, desconcertantes vislumbres de noche y estrellas.

Al doblar la Discovery aún más hacia Saturno, el sol descendía lentamente hacia los múltiples arcos de los anillos. Estos se habían convertido en un grácil puente de plata tendido sobre todo el firmamento; aunque eran tan tenues, que sólo lograban empañar la luz del sol, sus miríadas de cristales la refractaban y diseminaban en deslumbrante pirotecnia... Y al moverse el sol tras la deriva de una anchura de mil quinientos kilómetros de hielo en órbita, pálidos fantasmas suyos marchaban y emergían a través del firmamento que se llenaba de variables fulgores y resplandores. Luego el Sol de sumía bajo los anillos, que lo enmarcaban con sus arcos, y cesaban los celestes fuegos de artificio.

Poco después, la nave penetró en la sombra de Saturno, al efectuar su mayor aproximación al lado nocturno del planeta. Arriba brillaban las estrellas y los anillos; abajo se tendía un mar borroso de nubes. No había ninguna de las misteriosas formas de luminosidad que habían resplandecido en la noche Joviana; quizás era Saturno demasiado frío para tales exhibiciones. El abigarrado paisaje de nubes se revelaba sólo por la espectral radiación reflejada desde los circulantes icebergs, iluminados aún por el oculto Sol. Pero en el centro del arco había un boquete ancho y oscuro, semejante al arco que faltara a un puente incompleto, y donde la sombra del planeta se tendía a través de sus anillos.

Se había interrumpido el contacto por radio con la Tierra, y no podía ser reanudado hasta que la nave emergiera de la masa eclipsante de Saturno. Era quizá conveniente que Bowman se hallara ahora demasiado ocupado para pensar en su soledad, súbitamente hechizada; durante las horas siguientes, en todo momento estaría atareado en la comprobación de las maniobras de frenaje.

Tras sus meses de ociosidad, los propulsores comenzaron a expeler sus cataratas de kilómetros de longitud de ígneo plasma. Volvió la gravedad, aunque brevemente, al ingrávido mundo del puente de mando. Y cientos de kilómetros más abajo, las nubes de metano y de helado amoníaco, fulguraron con una luminosidad que él no había visto nunca, al pasar la Discovery ante un fogoso y minúsculo Sol, a través de la noche saturniana.

Al fin, asomó por delante el pálido alba; la nave, moviéndose ahora cada vez más lentamente, emergió al día. No podría escapar más del Sol, ni siquiera de Saturno... pero aún se movía con bastante rapidez para alzarse del planeta hasta rozar la órbita de Japeto, a más de tres millones de kilómetros de distancia.

Llevaría a la Discovery catorce días dar aquel salto, al navegar una vez más, aunque en sentido contrario, a través de las trayectorias de todas las lunas interiores. Una por una cruzaría las órbitas de Mimas, Encélado, Tetis, Dione, Rea, Titán, Hiperión, mundos portadores de nombres de dioses y diosas que se desvanecieron sólo ayer, tal como se contaba allí el tiempo.

Luego encontraría a Japeto, y debía efectuar la reunión. Si fallaba ésta, volvería a caer hacia Saturno y repetiría indefinidamente su elipse de 28 días.

No habría oportunidad de una segunda reunión, si la Discovery marraba este intento.

La próxima vez, Japeto se hallaría casi al otro lado de Saturno.

Verdad era que podían encontrarse de nuevo, cuando se cruzaran por segunda vez las órbitas de nave y satélite. Pero ello había de acontecer tantos años más tarde que, sucediera lo que sucediese, Bowman sabía que no sería testigo de ello.

35 – El ojo de Japeto

Al observar por primera vez Bowman a Japeto, aquel curioso parche elíptico de brillantez había estado parcialmente en la sombra, iluminado sólo por la luz de Saturno.

Ahora al moverse lentamente la luna a lo largo de su órbita de 79 días, estaba emergiendo a la plena luz del día.

Al verla crecer, y mientras la Discovery se elevaba perezosamente hacia su inevitable destino, Bowman se dio cuenta de una observación inquietante que le asaltaba. No lo mencionó nunca en sus conversaciones —o más bien sus volanderos comentarios— con el Control de la Misión, pues habría parecido que estaba ya sufriendo de alucinaciones.

Quizás, en verdad, lo estaba; pues se había convencido a medias que la brillante elipse emplazada sobre el oscuro fondo del satélite era un oscuro ojo mirándole con fija mirada a medida que se aproximaba. Era un ojo sin pupila, pues por parte alguna podía verse en él nada que cubriera su desnudez perfecta.

No fue hasta que la nave estuvo sólo a ochenta mil kilómetros, apareciendo Japeto tan grande como la familiar Luna de la Tierra, que reparó en la tenue mota negra en el centro exacto de la elipse. Mas entonces no había tiempo para ningún detallado examen, pues estaban ya encima las maniobras terminales.

Por última vez, el propulsor principal de la Discovery liberó sus energías. Por última vez fulguró entre las lunas de Saturno la furia incandescente de los agonizantes átomos. El lejano murmullo y el aumento de impulso de los eyectores produjo en David Bowman una sensación de orgullo... y de melancolía. Los soberbios motores habían cumplido su deber con impecable eficacia. Habían llevado la nave desde la Tierra a Saturno; ahora funcionaban por última vez. Cuando la Discovery vaciara sus tanques de combustible quedaría tan desamparada e inerte como cualquier cometa o asteroide, impotente prisionero de la gravitación. Aun cuando la nave de rescate llegase a los pocos años, sería un problema económico el rellenarla de combustible, para que pudiera emprender la vuelta a la Tierra. Sería un monumento, orbitando eternamente, a los primeros días de la exploración planetaria.

Los miles de kilómetros se redujeron a cientos, y los indicadores de combustible descendieron rápidamente hacia cero. Los ojos de Bowman se posaron reiteradamente y con ansia sobre el expositor de la situación y las improvisadas cartas que ahora tenía que consultar para tomar una decisión efectiva. Sería espantoso que, habiendo sobrevivido tanto, fallara la cita orbital por falta de algunos litros de combustible...

Se desvaneció el silbido de los chorros al cesar el propulsor principal y sólo los verniers continuaron impulsando suavemente en órbita a la Discovery. Japeto era ahora un gigantesco creciente que llenaba el firmamento; hasta ese momento, Bowman había pensado siempre en él como un objeto minúsculo e insignificante... como en realidad lo era, comparado con el mundo del que dependía. Ahora, al aparecer amenazadoramente sobre él, le parecía enorme... un martillo cósmico dispuesto a aplastar como una cáscara de nuez a la Discovery.

Japeto se estaba aproximando tan lentamente que apenas parecía moverse, resultando imposible prever el momento exacto en que efectuaría el sutil cambio de cuerpo astronómico a paisaje situado sólo a ochenta kilómetros más abajo.

Los fieles verniers lanzaron sus últimos chorros de impulso, y apagáronse luego para siempre. La nave estaba en su órbita final, completando una revolución cada tres horas a unos mil trescientos kilómetros por hora... toda la velocidad que era necesaria en aquel débil campo gravitatorio.

La Discovery se había convertido en satélite de un satélite.

36 – Hermano mayor

—Estoy volviendo a la parte diurna de nuevo, y es exactamente como informé en la última órbita. Este lugar parece tener casi sólo dos clases de materia de superficie. Su negra costra parece quemada, casi como carbón vegetal, y con la misma clase de textura en cuanto puedo juzgar por el telescopio. En efecto me recuerda mucho a una tostada quemada...

"No puedo aún dar un sentido al área blanca. Comienza por un límite de una arista absolutamente aguda, y no muestra detalle alguno de superficie. Incluso puede ser líquida... es bastante lisa. No se la impresión que habrán sacado ustedes de los videos que he transmitido, pero si se imaginan un mar de leche helada, tendrán exactamente la idea.

"Hasta puede haber algún gas pesado... No supongo que eso es imposible. A veces tengo la sensación de que se está moviendo, muy lentamente, pero no puedo estar seguro...

"... Vuelvo a estar sobre la zona blanca, en mi tercera órbita. Esta vez espero pasar más cerca de aquella marca que localicé en su mismo centro, cuando estaba en camino.

De ser correctos mis cálculos, pasaré a ochenta kilómetros de ella... sea lo que sea.

"... Si, hay algo delante, justo donde yo calculé. Se está alzando sobre el horizonte... y también Saturno, casi en la misma cuarta del firmamento. Voy a dirigir allá el telescopio.

"¡Hola! Tiene el aspecto de una especie de edificio —completamente negro— muy difícil de apreciar. No presenta ventanas ni otros rasgos. Sólo una gran losa vertical... debe tener una altura de por lo menos kilómetro y medio, para ser visible desde esta distancia...

Me recuerda algo... desde luego... ¡es exactamente como el objeto que hallaron ustedes en la Luna! Es el hermano mayor de T.M.A.—1.

37 – Experimento

Se la podría llamar la Puerta de las Estrellas.

Durante tres millones de años, ha girado en torno a Saturno, en espera de un momento del destino que quizás nunca llegue. En su queacer una luna fue hecha añicos, y orbitan aún los restos de su creación.

Ahora estaba finalizando la larga espera, en otro mundo aún, había nacido la inteligencia, y estaba escapando de su cuna planetaria. Un antiguo experimento estaba a punto de alcanzar su apogeo.

Quienes habían comenzado este experimento, hacía tanto tiempo, no habían sido hombres... ni siquiera remotamente humanos. Pero eran de carne y sangre, y cuando tendían la vista hacia las profundidades del espacio, habían sentido temor, admiración y soledad. Tan pronto como poseyeron el poder, emprendieron el camino a las estrellas.

En sus exploraciones, encontraron vida en diversas formas, y contemplaron los efectos de la evolución en mil mundos. Vieron cuán a menudo titilaban y morían en la noche cósmica las primeras chispas débiles de la inteligencia.

Y debido a que en toda la Galaxia no habían encontrado nada más precioso que la mente, alentaron por doquier su amanecer. Se convirtieron en granjeros en los campos de las estrellas; sembraron, y a veces cosecharon.

Y a veces desapasionadamente, tenían que escardar.

Los grandes dinosaurios habían perecido tiempo ha, cuando la nave de exploración entró en el Sistema Solar tras un viaje que duraba ya mil años. Pasó rauda ante los helados planetas exteriores, hizo una breve pausa ante los desiertos del agonizante Marte, y contempló después la Tierra.

Extendido ante ellos, los exploradores vieron un mundo bullendo de vida. Durante años estudiaron, seleccionaron, catalogaron. Cuando supieron todo lo que pudieron, comenzaron a modificar. Interfiriendo en el destino de varias especies, en tierra y en el océano. Mas no podían saber cuando menos hasta dentro de un millón de años cuál de sus experimentos tendría éxito.

Eran pacientes, pero no inmortales. Había mucho por hacer en este Universo de cien mil millones de soles, y otros mundos los llamaban. Así, pues, volvieron a penetrar en el abismo, sabiendo que nunca más volverían.

Ni había ninguna necesidad de que lo hicieran. Los servidores que habían dejado harían el resto.

En la Tierra, vinieron y se fueron los glaciares, mientras sobre ellos la inmutable Luna encerraba aún su secreto. Con un ritmo aún más lento que el hielo polar, las mareas de la civilización menguaron y crecieron a través de la Galaxia. Extraños bellos y terribles imperios se alzaron y cayeron, transmitiendo sus conocimientos a sus sucesores.

No fue olvidada la Tierra, pero otra visita serviría de poco. Era uno más de un millón de mundos silenciosos, pocos de los cuales podrían nunca hablar.

Y ahora, entre las estrellas, la civilización estaba dirigiéndose hacia nuevas metas. Los primeros exploradores de la tierra habían llegado hacía tiempo a los límites de la carne y la sangre; tan pronto como sus máquinas fueran mejores que sus cuerpos, sería el momento de moverse. Trasladaron a nuevos hogares de metal y plástico sus cerebros y luego sus pensamientos.

En esos hogares erraban entre las estrellas. No construían ya naves espaciales. Ellos eran naves espaciales.

Pero la era de los entes— máquina pasó rápidamente. En su incesante experimentación, habían aprendido a almacenar el conocimiento en la estructura del propio espacio, y a conservar sus pensamientos para la eternidad en heladas celosías de luz. Podían convertirse en criaturas de radiación, libres al fin de la tiranía de la materia.

Por ende se transformaban actualmente en pura energía: y en mil mundos, las vacías conchas que habían desechado se contraían en una insensata danza de muerte, desmenuzándose luego en herrumbre.

Ahora eran los señores de la Galaxia, y estaban más allá del alcance del tiempo.

Podían vagar a voluntad entre las estrellas, y sumirse como niebla sutil a través de los intersticios del espacio. Mas a pesar de sus poderes, semejantes a los de los dioses, no habían olvidado del todo su origen, en el cálido limo de un desaparecido mar.

Y seguían aún los experimentos que sus antepasados habían comenzado hacía ya mucho tiempo.

38 – El centinela

—El aire de la nave se está viciando del todo, y la mayor parte del tiempo me duele la cabeza. Hay todavía mucha cantidad de oxígeno, pero los purificadores no limpiaron nunca realmente todo el revoltijo, después de que los líquidos de a bordo comenzaron a hervir en el vacío. Cuando las cosas van demasiado mal, bajo al garaje y extraigo algo de oxígeno puro de las cápsulas...

"No ha habido reacción alguna a cualquiera de mis señales y debido a mi inclinación orbital, me aparto cada vez más de T.M.A.—1; les diré de paso que el nombre que ustedes le han dado es doblemente inadecuado... pues aún no hay muestra alguna de un campo magnético.

"Por el momento, mi aproximación mayor es de cien kilómetros; aumentará a unos ciento sesenta cuando Japeto gire debajo de mí, y luego descenderá a cero. Pasaré directamente sobre el objeto dentro de treinta días..., pero es demasiada larga la espera, y de todos modos entonces se encontrará él en la oscuridad.

"Aún ahora, sólo es visible durante escasos minutos, antes de descender de nuevo bajo el horizonte. Es una verdadera lástima que no pueda hacer ninguna observación seria.

"Así, pues, me complacería que aprobaran ustedes el plan siguiente: las cápsulas espaciales tienen unas amplias alas en delta para poder efectuar un contacto y un regreso a la nave. Deseo, pues, utilizarlas y efectuar una próxima inspección del objeto. Si parece seguro, aterrizaré junto a él... o hasta encima.

"La nave se hallará aún sobre mi horizonte mientras yo desciendo, de manera que podré retransmitirlo todo a ustedes. Informaré nuevamente en la siguiente órbita, por lo que mi contacto estará interrumpido durante más de noventa minutos.

"Estoy convencido que lo expuesto es la única cosa que cabe hacer. He recorrido mil quinientos millones de kilómetros... y no desearía verme detenido por los últimos cien.

Durante semanas, en su continua observación hacia el Sol con sus extraños sentidos, la Puerta de las Estrellas había vigilado la nave que se aproximaba. Sus creadores la habían preparado para muchas cosas, y ésta era una de ellas. Reconoció lo que venía ascendiendo hacia ella desde el encendido corazón del Sistema Solar.

Observó y anotó, pero no emprendió acción alguna cuando el visitante refrenó su velocidad con chorros de incandescente gas. Sintió ahora el suave toque de radiaciones, intentando escudriñar sus secretos, y aún no hizo nada.

Ahora estaba la nave en órbita, circulando a baja altura sobre aquella extraña luna.

Comenzó a hablar, con ráfagas de radioondas, contando los primeros números de 1 a 11.

No tardaron éstos en dar paso a señales más complejas, en varias frecuencias... rayos ultravioleta, infrarrojos y X. La Puerta de las Estrellas no respondió nada; pues nada tenía que decir.

Hubo una prolongada pausa antes de que observara que algo estaba descendiendo hacia ella de la nave en órbita. Investigó sus memorias, y los circuitos lógicos tomaron sus decisiones, de acuerdo con las órdenes que tiempo ha le fueran dadas.

Bajo la fría luz de Saturno, en la Puerta de las Estrellas, se despertaron sus adormilados poderes.

39 – Dentro del ojo

La Discovery aparecía lo mismo que la viera últimamente desde el espacio, flotando en la órbita lunar con la Luna cubriendo la mitad del firmamento. Quizás había un ligero cambio, no podía estar seguro, pero algo de la pintura de su rotulado externo, que mencionaba el objeto de varias escotillas, conexiones, clavijas umbilicales y otros artilugios, se había desvanecido durante su prolongada exposición al Sol sin resguardo. Este era ahora un objeto que nadie hubiese reconocido. Era demasiado brillante para ser una estrella, pero se podía mirar directamente a su minúsculo disco sin molestia. No daba calor en absoluto; al tender Bowman sus manos desenguantadas a sus rayos cuando atravesaban la ventana espacial, no sentía nada sobre su piel. Igual podía haber estado calentándose a la luz de la Luna; ni siquiera el extraño paisaje de ochenta kilómetros más abajo le recordaba más vívidamente la remota lejanía en que se encontraba de la Tierra.

Y ahora estaba abandonando, quizá por última vez, el mundo de metal que había sido su hogar durante tantos meses. Aunque no volviese nunca, la nave continuaría cumpliendo con su deber, emitiendo lecturas de instrumentos a la Tierra, hasta que se produjese alguna avería fatal y catastrófica en sus circuitos.

¿Y si volvía él? En tal caso, podría mantenerse con vida y quizá hasta cuerdo, durante unos cuantos meses más. Pero esto era todo, pues los sistemas de hibernación eran inútiles sin ningún computador para instruirlos. No podría posiblemente sobrevivir hasta que la Discovery II verificara su reunión con Japeto, dentro de unos cuatro o cinco años.

Desechó estos pensamientos, al alzarse frente a él el áureo creciente de Saturno. En toda la historia, él era el único hombre que había disfrutado de aquella vista. Para todos los demás ojos, Saturno había mostrado siempre su disco completo iluminado, vuelto del todo hacia el sol. Ahora era un delicado arco, con los anillos formando una tenue línea a través de él... como una flecha a punto de ser disparada a la cara del mismo Sol.

También se encontraba en la línea de los anillos la brillante estrella Titán, y los más débiles centelleos de las otras lunas. Antes de que transcurriera el siglo, los hombres las habrían visitado todas; más él nunca sabría los secretos que pudieran encerrar.

El agudo límite del ciego y blanco ojo estaba ahora dirigiéndose hacia él; estaba sólo a ciento cincuenta kilómetros, y estaría sobre su objetivo en menos de diez minutos. ¡Cómo deseaba que hubiese algún modo de saber si sus palabras estaban alcanzando la Tierra, que se hallaba a hora y media a la velocidad de la luz! Sería una tremenda ironía si, debido a cualquier avería en el sistema de retransmisión, desapareciera él silenciosamente, sin que nadie supiese jamás lo que le había sucedido.

La Discovery seguía mostrándose como una brillante estrella en el negro firmamento, allá arriba. Seguía adelante mientras él ganaba velocidad durante su descenso, pero pronto los chorros de frenaje de la cápsula moderarían su velocidad y la nave seguiría hasta perderse de vista... dejándolo solo en aquella reluciente llanura, con el oscuro misterio que se alzaba en su centro.

Un bloque de ébano estaba ascendiendo sobre el horizonte, eclipsando las estrellas.

Hizo girar la cápsula mediante sus giróscopos, y empleó el impulso total para interrumpir su velocidad orbital. Y en largo y liso arco, descendió hacia la superficie de Japeto.

En un mundo de superior gravedad, la maniobra hubiese supuesto un excesivo despilfarro de combustible. Pero aquí, la cápsula espacial pesaba sólo diez kilos; disponía de varios minutos para permanecer en suspensión antes de gastar demasiado su reserva, quedando varado sin esperanza alguna de retorno a la Discovery, aún en órbita. Mas ello poco importaba en realidad, a fin de cuentas...

Su altitud era todavía de unos ocho kilómetros y estaba dirigiéndose en derechura hacia la inmensa masa oscura que se elevaba con tan geométrica perfección sobre la llanura, desprovista de rasgos característicos. Era tan desnuda como la blanca y lisa superficie de abajo; hasta ahora no había apreciado cuan enorme era realmente. Había muy pocos edificios en la Tierra tan grandes como ella; sus fotografías, minuciosamente medidas, señalaban una altura de casi seiscientos sesenta metros. Y por lo que podía juzgarse, sus proporciones eran precisamente las mismas de T.M.A.—1, aquella curiosa relación de 1 a 4 a 9.

—Estoy a sólo cinco kilómetros ahora, manteniendo la altitud a mil trescientos metros.

No aparece aún ningún signo de actividad... nada en ninguno de los instrumentos. Las caras parecen absolutamente suaves y pulida. ¡De seguro que cabría esperar algún impacto de meteorito al cabo de tanto tiempo! "Y no hay resto alguno de... lo que supongo se podría llamar el techo. Tampoco ninguna señal de cualquier abertura. Esperaba que pudiera haber alguna manera de...

"Ahora estoy directamente sobre ella, cerniéndome a ciento sesenta metros. No quiero desperdiciar nada de tiempo, pues la Discovery estará pronto fuera de mi alcance. Voy a aterrizar. Seguramente el suelo es bastante sólido... si no lo es me haré trizas al instante.

"Esperen un minuto, esto es raro... La voz de Bowman se apagó en un silencio de máximo aturdimiento. No es que se hubiese alarmado, sino que no podía literalmente describir lo que estaba viendo.

Había estado suspendido sobre un gran rectángulo liso, de unos doscientos cincuenta metros de largo por sesenta y cinco de ancho, hecho de algo que parecía tan sólido como la roca. Mas ahora aquello parecía retroceder ante él; era exactamente como una de esas ilusiones ópticas, cuando un objeto tridimensional puede, por un esfuerzo de la voluntad parecer volverse de dentro afuera..., intercambiándose de súbito sus partes, próxima y distante.

Eso es lo que estaba ocurriendo a aquella inmensa y aparentemente sólida estructura.

De manera imposible, increíble, ya no era un monolito elevándose sobre la lisa llanura. Lo que había parecido ser su techo se había hundido a profundidades infinitas; por un fugaz momento, le pareció como si estuviera mirando a su fuste vertical... un canal rectangular que desafiaba las leyes de la perspectiva, pues su tamaño no disminuía con la distancia.

El ojo de Japeto había guiñado, como si quisiera quitarse una mota de polvo. David Bowman tuvo el tiempo justo para una frase cortada, que los hombres que esperaban en Control de la Misión, a mil quinientos millones de kilómetros de allí, no habrían de olvidar jamás en el futuro: —El objeto es hueco... y sigue, y sigue... y... oh, Dios mío... ¡está lleno de estrellas!

40 – Salida

La puerta de las Estrellas se abrió. La puerta de las Estrellas se cerró.

En un lapso de tiempo demasiado breve para poder ser medido, el espació giró, y se torció sobre sí mismo.

Luego Japeto quedóse solo una vez más, como lo había estado durante tres millones de años... solo, excepto por una nave abandonada pero aún no desamparada, que seguía enviando a sus constructores mensajes que no podían creer ni comprender.

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